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Con Yeshua ya circuncidado e inscrito en los registros de la sinagoga de Belén, nos fuimos a la elegante casa de José de Arimatea, cerca del templo.
José nos informó que un grupo de hombres sabios había venido de Oriente con
algunas de sus esposas. Se había enterado de que habían tenido una audiencia
con el rey Herodes y, según algunos miembros informados del Sanedrín, estos
magos estaban buscando a un niño al que habían visto en una visión, y cuyo
nacimiento había sido profetizado en varios textos.
Los magos eran conscientes de ciertos fenómenos celestes que habían sido
profetizados, incluyendo una gran conjunción planetaria con una inusual
posición zodiacal de planetas, anunciada por la aparición de un cometa
que se había observado el año anterior.
Y también se habían dado cuenta de la aparición en los cielos, durante
los últimos tres meses, de una «estrella» nueva y brillante que, a
diferencia de otras estrellas, había permanecido estacionaria sobre
Judea. Habían seguido sus cálculos, basados en guías internos y
externos, y habían interpretado que ese niño podía haber nacido ya en
las cercanías de Belén.
Y estaban deseosos de encontrarlo para poder reconocerlo como el heraldo
del nuevo milenio.
Después de que Herodes consultara con sus sumos sacerdotes, magos y
adivinos, su paranoia aumentó aún más cuando le informaron sobre la
profecía de Miqueas: que un líder saldría de lo más humilde de Belén
para gobernar Israel.
Herodes envió al grupo de sabios a Belén para encontrar al niño, y
les pidió que volvieran para informarle. Esta noticia nos inquietó, pues
sabíamos que Yeshua era el niño que los magos y Herodes estaban
buscando.
Sabíamos que Herodes estaba viejo y con demencia.
Le daban ataques irracionales de ira que trataba de suprimir con opio.
Nos horrorizaban los excesos obscenos y las atrocidades homicidas que
había cometido contra miembros de su familia, y contra el pueblo que
gobernaba.
Sabíamos que era sabio permanecer tan desapegados como fuera posible del
sufrimiento que nos rodeaba.
Así que trabajamos con nuestra memoria celular, que contenía los
patrones de separación y juicio, y transmutamos nuestras emociones
temerosas, que parecían activarse más de lo habitual en Jerusalén. En el
pacífico Carmelo, los iniciados debían entrar en cámaras especiales para
sentir las energías discordantes y temerosas que parecían impregnar todo
Jerusalén.
Le pedí a mi hijo José de Arimatea que enviara un mensajero de confianza
para encontrar a los magos e invitarlos a cenar en la sala de recepción
superior.
Allí les preguntaríamos acerca de su intención y su fiabilidad, antes de
llevarlos a la habitación donde estaban María Ana y Yeshua.
En cualquier caso, cuando fuera seguro, la pequeña familia se marcharía
por un pasaje subterráneo secreto que conducía afuera de la muralla de
la ciudad, al pie del Monte de los Olivos.
Permanecimos en secreto en una habitación trasera, situada sobre una
cisterna muy antigua. A través de los siglos, la Hermandad había
utilizado esta habitación para sus reuniones.
Cuando era necesario, se marchaban por un túnel subterráneo que estaba
debajo del suelo, y que había sido cavado en la grieta rocosa del lecho
de un río subterráneo natural. Y allí intercambiamos consejos, oramos y
esperamos el momento de tomar la acción apropiada.
María de Magdala, la esposa de José de Arimatea, había venido con su
cuñada Marta desde su casa en Betania para estar con nosotros.
Trajo a su pequeña hija María con ella para que pudiéramos sentir su
presencia y le diéramos nuestra bendición. Sabíamos que esa niña iba a
jugar un papel extraordinario en los siguientes años. Ella estaría
preparada, al igual que Yeshua, para realizar todo lo que se esperaba de
ella.
José de Arimatea también hizo arreglos para que algunos de sus hermanos
menores se unieran a nosotros, incluyendo a Natán de Caná y a una Ruth
envejecida que vino en barco desde Éfeso. Mientras esperábamos la
llegada de los magos, nos turnábamos para coger en brazos a Yeshua, de
siete semanas de edad, sintiéndonos todos maravillados.
Tres días más tarde, los doce magos y sus doce esposas principales
llegaron a la gran sala de recepción de José para cenar y ser
entrevistados.
Permanecí escondida con María Ana y Yeshua, hasta que recibimos la
noticia de que estos magos eran realmente los que yo había visto en mi
visión. Mi corazón estaba emocionado mientras esperábamos su llegada a
la sala de reuniones.
Por fin, los oímos acercarse silenciosamente, bajando las escaleras y
caminando por el largo pasillo. José, el esposo de María Ana, abrió la
pesada puerta enrejada y se acercó a nosotros sonriendo.
Con solemne reverencia los veinticuatro magos entraron lentamente en la
sala de reuniones y formaron un círculo alrededor de María Ana y el bebé
Yeshua. Cada uno de ellos anunció su nombre y su lugar de origen.
Luego, los tres hierofantes de la Orden de los Magos se adelantaron
representando a los veinticuatro. Leyeron pasajes de varios rollos y nos
mostraron e interpretaron cartas astrales.
Seguidamente, dirigieron su atención a un mago de Partia que llevaba un
turbante y se llamaba Baltasar. Baltasar abrió un pequeño cofre de
madera noble y latón pulido, y con cuidado sacó de allí una caja de
ébano aún más pequeña, junto con varios recipientes de diversos tamaños
envueltos en seda.
En primer lugar, colocó delante de Yeshua un incensario que contenía
incienso y mirra, y lo encendió.
A continuación, colocó a los pies de María Ana varios frascos de aceites
y ungüentos preciosos.
Luego sacó una túnica de seda de color púrpura, bordada con oro y fibras
iridiscentes de los colores del arco iris. Esta túnica era digna de un
rey, y era pequeña, del tamaño de un niño.
Por último, Baltasar abrió la pequeña caja de ébano
Y sacó un amplio collar de cuentas de lapislázuli y oro, que había
pertenecido al faraón egipcio Akenatón.
Debajo de esto, había una menat, el collar ceremonial de Hathor, que
representaba la unión de los principios masculino y femenino, y que
también había pertenecido a la familia de la madre de Akenatón. Estos
tesoros eran símbolos para ayudar a Yeshua a darse cuenta de que había
nacido de los linajes reales del rey David y el faraón Akenatón.
De este modo, Yeshua fue reconocido por estos grandes seres, que
entendieron que tenían ante ellos al Ungido, cuya estrella habían
seguido.